martes, 22 de mayo de 2012

Una guerra perdida *


Si bien la mafia tiene sus orígenes en la Sicilia del siglo 19 y la Cosa Nostra, la más conocida es la norteamericana, fruto de la enorme inmigración de italianos a EE.UU. durante las dos primeras décadas del siglo 20, entre los que había una minoría asociada a la mafia siciliana que aprovechó el enorme dinamismo económico que vivía EE.UU. en esos años para controlar rápidamente negocios ilícitos como la extorsión, la corrupción de funcionarios públicos y la baja delincuencia.

Sin embargo, el detonante para el crecimiento exponencial de la mafia norteamericana fue la enmienda constitucional de 1919 que prohibió el consumo y expendio de bebidas alcohólicas en EE.UU., la célebre Ley Seca, que brindó a los mafiosos una oportunidad de oro para ganar ingentes recursos económicos mediante la producción y venta ilegal de alcohol. Así, durante más de una década, criminales como Al Capone reinaron en varias ciudades norteamericanas, ejerciendo, mediante el dinero, la intimidación o el asesinato, el control de las instituciones, policía, cortes y políticos, haciendo casi imposible procesarlos por sus crímenes.

En 1933, ante su total fracaso, finalmente se abolió la Ley Seca, pero el daño ya estaba hecho, las organizaciones mafiosas simplemente bajaron su perfil y se cambiaron a un rubro de “negocio” más lucrativo, y claro, también ilegal, el tráfico de drogas, al que el Presidente Nixon, sin tomar en cuenta la lección dada por el fiasco de la Prohibición, le declaró una guerra que, 40 años después, lo único que ha logrado es hacer al crimen organizado más poderoso y globalizado.

En esa guerra se gastan alrededor de 30 mil millones de dólares al año y sin embargo, el narcotráfico sigue siendo la actividad ilícita más rentable y atractiva para los criminales, generando ganancias por cerca de 40 mil millones de dólares anuales, de los que gran parte se utiliza para corromper funcionarios públicos y debilitar instituciones y por ende, la democracia, siendo Latinoamérica una de las regiones más afectadas, y Ecuador no es la excepción. Para muestra el contrabando de droga nada menos que en una valija diplomática salida de la mismísima Cancillería y hasta con Reglamento “Ad-Hoc”.

La guerra a las drogas está perdida y la incidencia del narcotráfico en la inseguridad y la corrupción y sus efectos en el debilitamiento institucional de nuestros países hacen pensar que es necesario un cambio de paradigma, y entre las opciones, una de las más claras es la legalización, que no sólo liberaría recursos para prevención y atención médica de dependientes y disminuiría las ganancias de las organizaciones criminales, sino que incluso generaría mayores recursos para el estado por concepto de impuestos, todo ello incidiendo en el fortalecimiento de las instituciones democráticas.

Por Arturo Moscoso Moreno